Pocas ciudades españolas han despertado tanta curiosidad en mí como lo hizo Melilla. Esa ciudad autónoma ubicada en algún punto del norte de la costa africana y separada de Marruecos por una valla, tan desconocida para muchos. Hacía mucho tiempo que quería visitar esta ciudad y, pese a mi insistencia, nunca encontré un compañero de viaje que se animase a acompañarme. Es por eso que he escogido Melilla como el destino ideal para inaugurar al fin mi blog de viajes, pues cumple todos los requisitos para narrar un diario de bitácoras: viaje en solitario por el norte de África (pero que es España), un lugar poco conocido y cargado de contenido.
Emprendí mi viaje desde Madrid un día de febrero. Antes de abandonar la terminal del aeropuerto, antes de volar a Melilla, el viaje ya empieza siendo “diferente”. Las conexiones directas se realizan mediante unos pequeños aviones de hélices. No puedo evitar recordar las películas antiguas en las que aparatos similares con exploradores a bordo se estrellan en alguna selva exótica. He de decir, que aunque inicialmente la sensación es diferente a la de volar en otro tipo de avión, el viaje fue cómodo y rápido. Mirando por la ventanilla pude apreciar ciudades, montañas e innumerables campos de cultivo hasta que de repente dejas atrás la península. Apenas pasa tiempo hasta atisbar la costa africana, una imagen muy diferente a la dejada atrás. Te adentras en una tierra marrón, yerma, bordeada por una costa de aguas claras. Pueblos marrones y grises salpican los montes de arena que sobrevolamos y, de repente, una gran valla rodea una ciudad que ya desde lo alto se aprecia que es diferente al resto.

Durante el vuelo conocí a Alberto, un joven que se sentó a mi lado y que también viajaba solo a Melilla. Me contó que era director de cine o al menos quería serlo, y viajaba en busca de inspiración. Aprovechó el viaje para compartir conmigo sus ideas, explicarme todas las circunstancias que pueden darse en un vuelo para que se caiga el avión, ponerme mal cuerpo y hacerme prometerle que si algún día me animaba a escribir este blog debía incluirle en el capítulo de Melilla.

Una vez llegué a la ciudad autónoma, me despedí de Alberto, cogí un taxi que parecía sacado del Gran Theft Auto y puse rumbo al centro, deseoso de conocer Melilla.
Lo primero con lo que uno se encuentra es con una ciudadela monumental llamada Melilla La Vieja ( o El Pueblo, como lo conocen los melillenses), una fortaleza formada por cuatro recintos amurallados que se internan en el mar y comunican con la ciudad. Lo más llamativo de todo es que se pueden recorrer las entrañas de la ciudadela a través de un complejo sistema de túneles y cuevas que antaño sirvieron de refugio para los habitantes de la ciudad cuando ésta era asediada, para finalmente acabar a los pies de una hermosa cala de aguas cristalinas.
En la zona se encuentran los principales museos de la ciudad, siendo gratuita la entrada en la mayoría de ellos.
A cinco minutos de la fortaleza, o incluso menos, llegamos al centro de Melilla, donde se aglomeran una cantidad de edificios de estilo modernista. De hecho, es la ciudad con edificios de arquitectura modernista más importante de todo el continente africano y la segunda de España, después de Barcelona. La arquitectura es sofisticada, grandiosa y devuelve el reflejo de la riqueza que un día llegó del comercio y de las colonias. Merece la pena perderse por la ciudad contemplando cada uno de los edificios, pues ninguno es igual. Recuerdo que alguien en algún momento llegó a indicarme que se conoce a Melilla como “la ciudad de las cúpulas”, por la cantidad de dichos tejados arquitectónicos que decoran sus cielos.

Cerca del Ayuntamiento, se encuentra el parque Hernández. Un lugar precioso lleno de vegetación y sobre todo de palmeras. ¡Palmeras por todas partes!
Pero si quieres seguir descubriendo curiosidades de esta ciudad, te podría destacar su interculturalidad. Y es que es llamativo, cómo en una ciudad tan pequeña, cohabitan diferentes religiones habiendo llegado a un absoluto entendimiento y a la convivencia. Se puede ver en sus edificios, realizando la ruta de los templos, podrás visitar la iglesia más antigua de la ciudad, una mezquita, una sinagoga e incluso un templo hindú, todos a escasos minutos los unos de los otros.

Pero claro, no todo es visitar edificios. He de decir que Melilla cuenta con dos zonas de playa, prácticamente en el centro de la ciudad, que permiten disfrutar de un baño al viajero cansado. Ahora es cuando estaréis pensando, “pero si estuvo en febrero, ¿qué dice de disfrutar de un baño?” . Pues efectivamente, me bañé en pleno febrero bajo un sol achicharrador.
Tenía claro que encontraría ciertas curiosidades en una ciudad como Melilla y no me equivoqué. Lo primero que resulta llamativo, es caminar por el paseo marítimo y que de repente una valla lo corte: fin de la ciudad. Es una sensación extraña.
Pero si debo destacar algo, todavía más llamativo en la ciudad, son los recuerdos que el periodo franquista dejó: desde una estatua de Francisco Franco a los pies de la ciudadela (la última situada en una víapública), hasta un enorme escudo franquista en pleno centro de la ciudad. No se me ofenda nadie, solo destaco que me resultó curioso, o más bien llamativo.
He decir, que un par de días es suficiente para visitar la ciudad, pero si alguno se anima a alargar su estancia, existen numerosas excursiones al otro lado de la valla. Yo estuve dos días y tuve tiempo de visitar los museos, tomarme unas cervezas con Alberto e incluso quedar con un lector que quería le dedicase el Poder de los Sueños. Al fin y al cabo, cuando uno viaja solo, realmente nunca está solo.

Espero que hayáis disfrutado de este post, podéis dejar vuestros comentarios abajo. Si queréis ver más fotos podéis visitar mi Instagram, y si os habéis quedado con ganas de saber más, os animo a viajar a esta joya desconocida, ya sea acompañados o solos, no os arrepentiréis.
Alejandro.